Una mañana de 1920, apareció en todos los grandes diarios de una ciudad norteamericana el siguiente anuncio: “Coleccionista inglés, de paso por esta ciudad, busca sello de Gran Bretaña, emisión de 1902, de seis peniques, en color verde. Pagará altos precios por los buenos ejemplares. Ofertas hasta el 15 de julio a Fred L. Evans, hotel Ambassador”.

No es extraño que después de leer este anuncio, muchos coleccionistas y comerciantes de sellos de la ciudad revisaran ávidamente sus álbumes y existencias, esperando hacer una ventajosa operación. Pero desgraciadamente ninguno halló los deseados sellos, ni los vieron consignados en los catálogos cuando los consultaron atentamente.
Movidos por una natural curiosidad, varios comerciantes del ramo acudieron al hotel Ambassador pidiendo entrevistarse con el extraño Evans, quien no tardó en recibirles en una lujosa estancia, relatándoles con gran detalle la insólita historia de la rareza de aquel sello.
Les contó que en sus constantes investigaciones filatélicas había descubierto que en el año 1902 algunos pliegos del sello que entonces valía seis peniques habían sido impresos por equivocación en color verde en vez de color lila que le correspondía. Tales sellos, según el inglés, eran sumamente raros porque la administración postal, al darse cuenta del error, suspendió inmediatamente el resto de la impresión y ordenó la recogida de los pliegos ya terminados para quemarlos.
Sin embargo, unos veinticinco sellos habían sido vendidos poco antes a una gran casa de comercio que los empleó casi todo en franquear cartas dirigidas, precisamente, a la ciudad en la que ahora estaba Evans.
– ¡ Estoy dispuesto a pagar lo que sea – terminó diciendo el inglés – para adquirir un ejemplar de este raro sello verde !
Al oír tan esperanzadoras palabras, los comerciantes abandonaron el hotel soñando con cantidades fabulosas. Y otra vez comenzó una verdadera fiebre, rebuscando en todos los rincones imaginables. Pero inútilmente, nadie poseía tan preciada joya como el deseado sello verde de seis peniques y nadie había oído hablar de él.
Ya comenzaban a perderse las esperanzas de encontrar tan raro ejemplar, cuando un día entró en la tienda de sellos de John. J. Reed una anciana de noble aspecto, quien después de desenvolver un viejo álbum que traía cuidadosamente empaquetado, dijo con dulce voz:
– Es la colección de mi difunto marido. La quiero vender. Confío en que usted me tratará bien.
El comerciante Reed tomó el álbum y se puso a ojearlo. Como estaba acostumbrado por su práctica en el negocio, le pareció que no valía gran cosa, pero cuando ya iba a ofrecer a la viejecita un precio de compra muy modesto, su mirada fue atraída por un sello inglés de color verde. Al mirar con más atención, se dio cuenta de que se trataba del tal buscado sello de seis peniques.
Tratando de ocultar su emoción y con fingida indiferencia, el comerciante preguntó a la anciana:
– ¿ Cuánto quiere por su colección señora ?
– Mi difunto marido siempre decía que su colección valía lo menos 10,000 dólares – contestó la mujer -. ¿ Le parece bien la mitad ?
El comerciante fingió escandalizarse, aunque en su interior temblaba sólo de pensar que la viuda se marchase con el álbum. Por último, luego de un largo regateo, convinieron la cifra de 2,500 dólares, que el comerciante pagó en el acto a la anciana, y cuando ella salió de la tienda, el feliz comprador separó cuidadosamente del álbum el tan preciado sello, lo encerró en su caja de caudales y se frotó las manos, prometiéndose grandes ganancias. A la mañana siguiente, bien temprano, fue con su tesoro al hotel Ambassador, pero con dolorosa sorpresa se enteró que Evans hacía poco se había marchado sin dejar ninguna dirección.
Pasado el primer disgusto, pronto se consoló Reed con la esperanza de encontrar algún otro comprador. Iba ya a abandonar el hotel, cuando vio llegar a un colega con el rostro rebosante de satisfacción. Mientras se saludaban y cambiaban unas palabras corteses, fueron apareciendo en el vestíbulo del hotel los demás comerciantes de sellos de la ciudad.
Poco después comprobaron con enorme desencanto que todos habían recibido la visita de la amable viejecita y a todos les había vendido, por unos miles de dólares, la colección de su difunto marido…, en la que, naturalmente, no faltaba el codiciado sello verde.
Precisamente en ese momento, a muchos kilómetros de distancia, viajaba en el expreso el supuesto Fred L. Evans acompañado de una linda joven que no era otra que la consabida anciana viuda. Evans, sonriendo satisfecho, le dijo a su colaboradora.
– Ya ves, querida, que buen resultado da saber un poco de química, que permite cambiar un color lila, sin ningún valor, en un verde lucrativo.

Fonte: Libro La Filatelia, Jose Repolles, Bruguera.

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